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De linyera a benefactor

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Walter Minor - walterhistorias@gmail.com

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A veces solemos escuchar y ver con asombro las “fantásticas donaciones” que hacen personajes millonarios o grandes empresas. A esos actos concurren autoridades de todo nivel, hay cortes de cintas y hasta agradecimientos desmedidos, que por supuesto son televisados. Lo que no se dice es que la finalidad de esas donaciones tienen que ver con una intención poco filantrópica de reducir el pago de impuestos, lo que finalmente hace que ese “desprendimiento” no sea una donación genuina sino un artilugio empresarial para ganar más dinero.

Por el contrario, hay otras personas muchísimo mas humanitarias y para nada mediáticas, que tienen la encomiable capacidad de compartir lo que no les sobra y ser felices ante la felicidad ajena.

Una historia de estas características se desarrolló entre las décadas del 60’ y 80 del pasado siglo, y tuvo como actor principal a un abuelo español radicado desde muy joven en Argentina.

El hombre había sido un trabajador golondrina, un linyera o Croto, que jamás había tenido la suerte de cursar estudios de ningún nivel y por lo tanto no estaba alfabetizado. Quizá por eso cuando llegó el momento de disfrutar de la merecida jubilación, sintió la necesidad de ingresar a la recién construida escuela número 51. Posiblemente lo hizo por curiosidad, para saber como era aquella casita llena de guardapolvos y letras que la vida le había le había escamoteado en su niñez.

Era el otoño de 1965 cuando el abuelo dio el primer paso para convertirse en el mayor benefactor que tuvo la Escuela Pedro Goyena en sus 50 años de vida.

Realizó infinidad de donaciones que llegaron siempre en silencio y bajo el seudónimo de “El caminante”. Su pasión por regalar libros era tan extraordinaria que el establecimiento tuvo una gran variedad de volúmenes sólo por él. Esto llevó a los directivos de aquel entonces a colocarle, justicieramente, su nombre a la biblioteca como reconocimiento.

Pero en aquellos años no existían las bibliotecarias escolares, sino que cada maestra retiraba el material individualmente lo que convertía el lugar en un mero accesorio. Pasados los años (inundaciones de por medio), las bibliotecas fueron adquiriendo importancia, y a falta de una documentación que lo atestiguara, el nombre impuesto se fue perdiendo.

Este año, con motivo del 50 aniversario de la escuela, se decidió reinstaurar el nombre del benefactor a la biblioteca y hacer justicia con quien fuera su alma motora.

La semblanza de Don Benito Cano, es mi pequeño aporte a esta plausible iniciativa de la bibliotecaria Patricia Sollé, quien además de ser la gestora de la idea, compartió conmigo algunos recortes que se guardaban en la escuela para ayudarme a recordar a “El Caminante”.

Motivo de la inmigración española en 1911

Hacia 1911, España era un país económicamente atrasado, donde solo las provincias del norte poseían algunas industrias. Tras el Desastre del 1898 y el posterior tratado con Alemania en 1899 se había quedado sin colonias y cada sistema de gobierno que se implementaba, entraba en crisis política.

Muy poco porvenir se vislumbraba y más bien se temía por una guerra que finalmente se desataría en 1914 y duraría cuatro años.

El contexto hizo que durante ese tiempo, Argentina recibiera una gran corriente migratoria española, que llegaba tratando de conseguir aquí lo que su tierra natal no podía darle en lo inmediato: un futuro de trabajo con posibilidades de progreso y bienestar.

La gente provenía de las más diversas localidades. Tal era la problemática, que aquellos desilusionados españoles no dudaban en recurrir al desarraigo y subirse a un barco que atravesando el océano llegaría al puerto de Buenos Aires tras un mes de viaje.

El arribo de nuestro personaje

Entre las personas que descendieron en suelo argentino, se encontraba un adolescente de apenas quince años llamado Benito Cano Cano.

Este muchachito había nacido el 1 de julio de 1896 en Ayoó de Vidriales, una pequeña localidad de 59,97 kilómetros cuadrados ubicada en la provincia de Zamora, comunidad autónoma de Castilla y León, que por aquel entonces contaba con 1.032 habitantes aproximadamente.

Apenas ingresado al país, su primer objetivo fue establecerse en la localidad de General Hacha. Allí la suerte le fue esquiva, pues entre el desconocimiento del nuevo lugar y su corta edad, no podía conseguir trabajo.

Esta situación era muy común por aquellos años para los inmigrantes. Tan común como tener que convertirse en trabajador golondrina para poder subsistir.

Nace el caminante

Benito pasó a ser un “sin casa”. Hombres que se estacionaban al costado de la vía esperando un tren los llevara hacia cualquier lugar donde se necesitasen brazos para levantar una cosecha o conseguir el ansiado trabajo temporal, que una vez cumplido lo depositaba a la vera de la vía otra vez. Este estilo de vida hizo que a estas personas se las conocieran como, vagabundos, primero y linyeras o crotos luego.

El vagabundeo era muy común entre los jóvenes de las clases sociales más bajas. Se calcula que entre las décadas del 30 y el 40, entre doscientos mil o trescientos ochenta mil linyeras o crotos, transitaban las vías del país.

La palabra linyera fue aplicada a quienes llevaban al hombro un pequeño atado de ropas que los italianos denominaban Linger, palabra que proviene de la palabra francesa lingeria (lencería o ropa interior).

El término, croto, nace en 1920, cuando el gobernador de la Provincia de Buenos Aires, José Camilo Crotto, autorizó a los trabajadores golondrinas a viajar gratis en los trenes provinciales de carga.

Por lo tanto, nuestro “Don Benito” fue parte de aquella tradición. Fue linyera o croto.

En uno de los tantos viajes que habla realizado durante mas de 30 años, el destino quiso que se instalara en la “crotera” que había en la estancia de Juan Bautista Sarciat y lo que iba a ser otro trabajo temporario de cabañero en aquel lugar se convirtió finalmente en el ancla que lo ató hasta su jubilación en 1961.

Su llegada a la escuela Nº 51 “Pedro Goyena”

Para una persona como Don Benito, que había conocido todo el país desarrollando sus labores, la vida sedentaria no le quedaba muy cómoda. La jubilación no había conseguido adaptarlo a la vestimenta de ciudad y fiel a la costumbre campera, siempre se lo veía recorrer las calles vestido con camisa y bombacha de gaucho.

Era el comienzo de los 60’ y en Olavarría se estaban construyendo varias escuelas, entre ellas, una en el barrio San Vicente, a muy pocos metros de donde él vivía.

Cierto día, en el tránsito hacia su casa, acertó a pasar, como otras veces, por la puerta del establecimiento, pero esta vez, algo lo obligó a detenerse y a entrar allí.

La escuela recién daba sus primeros pasos y tal vez Don Benito la vio como el hijo que nunca tuvo y se dedicó a cuidarla como nadie nunca jamás lo hizo hasta hoy.

Aquella mañana de otoño, luego de consultar con la dirección, la escuela número 51, Pedro Goyena, recibió la primera de sus muchas contribuciones: Puertas y ventanas para dos aulas.

A partir de allí empezaron a llegar pizarrones, libros, discos y todo lo que se necesitara.

Un día notó que a la escuela le faltaba música para el saludo de cada mañana, al izar la bandera o para alegrar las fiestas y ahí estuvo Don Benito con la joya electrónica del momento: un tocadiscos “Winco” flamante.

Una mañana, antes de clases, a este “Winco” le echó mano un compañero fanatizado con las canciones de Sandro. El amigo se sacó el gusto de escuchar a su ídolo con la mayor fidelidad, pero olvidó de retirar el disco de la bandeja.

Siempre entrábamos a clases acompañados por el ritmo de la marcha de San Lorenzo a todo volumen, aunque ese día, el descuido hizo que tronara el “Rosa, Rosa” del “gitano”, ante la sorpresa y cara de pocos amigos de la directora, a quién “le faltaban manos” para quitar mas rápidamente aquel “sacrilegio”.

Pero “la joya”, aún siendo lo último en tecnología, no llegaba a cubrir con sonido la larga galería en los días de actos. Entonces Don Benito apartó parte de su jubilación y obsequió un amplificador para darle mas potencia a las voces apagadas de los niños y mayor energía a la música.

Todo lo hacía de forma desinteresada, sin ningún deseo de reconocimiento, por eso es que sus colaboraciones llegaban como “donación de un caminante”

Cumpleaños número 88 de Don Benito.

Todos los libros que había en la escuela eran fruto de su desprendimiento. El los hacía llegar sin falta cada mes y a veces hasta cada semana o períodos más cortos. Pero como en aquel tiempo no existía el bibliotecario, los mismos fueron ocupando diversos lugares sin orden alguno y eran difíciles de consultar.

Nadie le dijo nada, pero el observador y astuto abuelo se percató que hacían falta muebles, y donó las bibliotecas para suplir esa carencia.

Si alguien cree que a “Don Benito” le sobraba el dinero, está muy equivocado. El pesito que recibía de la jubilación, él conseguía “estirarlo” para obtener ese crédito que le permitiera saciar su inmensa capacidad de altruismo. De esa manera llegaron a la escuela una guitarra, la caja, el bombo y la quena para que los chicos pudieran desarrollar el amor a lo folklórico, al igual que él lo había echo desde su llegada de España.

Por si todo esto fuera poco, aquel caminante de corazón dadivoso no soportaba el sufrimiento ajeno. Tal vez por haber dormido varias veces al aire libre, o por haber sentido el dolor de estómago cuando el hambre aprieta, el infatigable abuelo se asomaba con las manos llenas de útiles o ropas para los chicos carenciados de la escuela.

La bondad del abuelo con pasado de linyera, caminante, o croto, como gusten llamarlo, no tenía fin.

Benito Cano también regalaba las medallitas de plata cada año para agasajar a los egresados de mejor nota y al considerado mejor compañero por parte de los mismos alumnos. Además, premiaba con libros a los alumnos de mejores notas de cada aula.

Cuando se llegaba a los grados superiores, ciertas escuelas tenían algunas “horas extras” por semana. El motivo para agregar ese tiempo radicaba en un aprendizaje sobre cultivo de la tierra. En aquellos años, detrás de las aulas de la escuela, a un costado del tanque de agua, se realizaba el trabajo de remoción de tierra y sembrado. En un primer momento, cada alumno llevaba su propia pala y rastrillo porque la institución carecía de estos elementos. Y fue así hasta que Don Benito se hizo eco de la problemática y para que ningún niño tuviera que transportar ese elemento “pesado”, regaló todos los implementos de labranza por duplicado.

Por supuesto que el solo hecho de ir cubriendo cada bache a Don Benito lo ponía muy feliz, pero esa felicidad se le multiplicó en sus ojos vidriosos, cuando durante un acto patrio se decidió colocarle a la biblioteca de la escuela el nombre de “Benito Cano”. Esta vez, su media sonrisa de siempre y el gesto cordial y distendido estuvieron acompañados por lágrimas de emoción.

En 1984, el abuelo cumplió 88 años y el acontecimiento no pasó desapercibido para la escuela, que lo agasajó con el festejo que su persona merecía. Ese día lo transitó junto a los docentes y alumnos.

Benito Cano vivió desde 1950, hasta aproximadamente 1980, con la familia de Juan Manuel Calabozo. Cuando sintió que las fuerzas comenzaban a abandonarlo, se refugio en un geriátrico ubicado en la calle Pellegrini 2867 y allí fallecería el 16 de julio de 1985, a las 4 de la madrugada, de un paro cardiorrespiratorio por bronconeumonía.

Hacía apenas 15 días que había cumplido 89 años.

Cuenta la historia que en un establecimiento educativo del barrio San Vicente se recibieron infinidad de regalos con el nombre de “El caminante”.

Dice la leyenda que en un cálido día de otoño, el linyera que no sabía de letras entró a la Escuela 51. Atesoraba en su pecho un corazón enorme y tenía las manos cargadas de regalos... Nadie lo vio marcharse.

(Conocí a Don Benito Cano porque fui alumno de la escuela Nº 51 en esos años. Tengo la sensación de que fue la persona menos materialista del mundo. Además, conservo un libro que él me obsequiara en 1967, durante mi tránsito por segundo grado).

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